Le confesé que
me encantan las conversaciones largas, los repasos del día, y
el inevitable “hubiera” que aunque no exista como fastidia, que agradezco que
me haya enseñado a pensar antes de actuar, que no sé qué haría sin las ideas
que me aporta, y sobre todo no sé qué sería de mí sin su compañía.
Después de mucho elogiarlo y de recordar lo
indispensable que es a veces, pude reclamarle la falta de ganas al día
siguiente, los constantes bostezos en el trabajo y las ojeras que son el pan de
cada día.
Después de mucho discutir hicimos un trato justo, me ha prometido que llegara más temprano a lo de siempre y se
despedirá después de las doce.
¡Es que hay que poner un límite!
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